A lo largo de la historia de la psicología, ha habido experimentos míticos que han marcado un cambio significativo en el la concepción de la complejidad del comportamiento de los seres humanos. El proceso de toma de decisiones, cómo nos comprometemos con determinadas ideas, creencias y cómo actuamos con respecto a ellas implica un procesamiento superior y muy complejo en el que confluyen variables personales, valores, creencias… y otras de tipo social o cultural como los estereotipos o expectativas respecto a lo que se considera correcto o incorrecto.
Uno de los hallazgos más interesantes a este respecto proviene de la psicología social a través de la teoría de la disonancia cognitiva (Festinger, 1957), por la cual podemos explicar cómo somos capaces de flexibilizar nuestras creencias iniciales para justificar o hacer coherentes determinados comportamientos o actitudes que pueden ser molestos o juzgables. Vayamos por partes para explicarlo mejor.
El experimento inicial que dio origen a la investigación de este fenómeno, fue realizado por Festinger a finales de los años 50. El experimento consistió en pedir a una serie de sujetos que realizasen una tarea mecánica durante un buen rato (la tarea había sido elegida por ser totalmente desmotivante). Cuando terminaron se les pidió una valoración personal sobre qué les había parecido la tarea y la respuesta fue unánime: fue muy aburrida. Posteriormente, dividió a los sujetos en tres grupos experimentales. A los sujetos del primer grupo (grupo control) se les dijo que el experimento había concluido y que se podían ir. A los sujetos del segundo grupo, se les pidió un favor: fuera de la sala esperaba una persona que tenía que realizar esa misma tarea pero que no estaba muy convencida, así que les darían 1 dólar si le decían que la tarea era divertida y motivante. Con los del tercer grupo hizo lo mismo, pero en vez de un dólar, se les pagó 20. Realmente al grupo 2 y 3 se les pagó por que dijeran una pequeña mentira y ayudar al experimentador a cambio de una compensación económica y todos aceptaron. Es importante señalar también la condición de que el grupo de 1 dólar sabía que a otro grupo se les pagó 20 por hacer lo mismo.
Al cabo de una semana Festinger llamó a todos los sujetos para preguntarles de nuevo qué les pareció la tarea, los del primer y tercer grupo reafirmaron su anterior respuesta, que la tarea había sido muy aburrida. Sin embargo, sorprendentemente descubrió que los del segundo grupo habían cambiado de opinión y creían que la tarea fue divertida, modificando así su valoración inicial. Este es el efecto que se conoce como reducción de la disonancia: para justificar una mentira por un dólar los sujetos de convencen realmente de que la tarea no fue tan aburrida. La explicación de por qué en el tercer grupo no se produjo el efecto de disonancia cognitiva, es que al haber recibido una cantidad bastante mayor (20 dólares de la época), tenían un argumento que justificaba el haber mentido, por lo cual no debieron modificar su percepción del experimento. El grupo de un dólar no tenía una cantidad económica suficiente como argumento. De algún modo, se habían “vendido” por apenas 1 euro. Como resultado, debieron modificar sus percepciones del experimento y comenzar a considerarlo divertido para sentirse mejor y reducir la disonancia entre lo que pensaban y cómo actuaron.
La disonancia cognitiva muestra la incomodidad o tensión que percibimos cuando mantenemos ideas contradictorias que entran en conflicto con nuestras acciones. La única manera de reducir el malestar generado por este choque es cambiar las creencias. Todos los días nos enfrentamos a ejemplos en los que entramos en disonancia.
Pongamos algunos ejemplos cotidianos
– Tenemos un objetivo claro y definido: “quiero perder peso”. Las conductas coherentes que cualquier persona puede desarrollar para alcanzar este objetivo serían por ejemplo: no comer chucherías y salir a correr. Pero habrá días en que comeremos dulces y no saldremos a correr, de modo que nos comportamos de modo incoherente con nuestras ideas generándonos un pequeño malestar (disonancia entre lo que hemos pensado y lo que hemos hecho). El modo de ajustarnos y reducir este malestar es relajar el objetivo inicial para reducir la disonancia: “por un día no pasa nada”, “es mejor perder peso poco a poco”.
–“Voy a salir a ver escaparates, pero no voy a comprarme nada”. Sin embargo, es fácil picar y acabamos volviendo a casa con una camiseta. Para reducir la disonancia buscaremos argumentos a favor de nuestro comportamiento, tales como: “es que estaba en rebajas, además me queda muy bien y me hace falta ropa nueva para verano”.
Digamos que de alguna manera, buscamos justificaciones para nuestros comportamientos una vez que hemos actuado para poder sentirnos mejor. No nos esforzamos tanto en pararnos a pensar lo que vamos a hacer, pero si nos esforzamos mucho en generar ideas para explicar estos comportamientos. Este proceso es automático e inconsciente la mayoría de las veces y es que al producirse una incongruencia, nos vemos motivados para generar ideas y creencias nuevas y poder reducir la tensión, hasta conseguir que el conjunto de ideas y actitudes encajen entre sí, constituyendo una cierta coherencia interna que nos equilibra.
Si nos llevamos este efecto a circunstancias personales y sociales, se puede llegar a entender cómo determinadas personas pueden justificarse ante actos violentos, crímenes y decisiones injustas o poco éticas. De modo más cotidiano, todos caemos en profundas contradicciones, como por ejemplo: permanecer en un trabajo en el que estamos explotamos, continuar con una pareja que con la que no estamos felices, votar a un partido de ideología contraria al que votamos en el pasado… Pero podemos llegar a detectar cuáles son los argumentos en los que sostenemos la incoherencia para poder sentirnos bien. A este respecto y en términos generales, lo interesante es que la reducción de la disonancia es un proceso adaptativo al permitirnos equilibrarnos pero, es aún más interesante ser conscientes de los pequeños “autoengaños” del día a día.
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